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jóven beldad sin orgullo, sin vanidad, obediente que no tenga más voluntad que la de su marido, y cuando hayáis dado con ella, será mi esposa. Dada la respuesta, el príncipe montó á caballo, y á escape dirigióse en busca de su traílla, que se había adelantado y le esperaba en la llanura. En cuanto llegó, soltáronse los perros, resonaron las trompas y comenzó la cacería, ganándoles á todos en ardor; y tanto fué este y tanto se alejó de su comitiva, que al detener el caballo cubierto de sudor después de una vertiginosa carrera, observó que estaba solo y que no oía los ladridos de los perros ni los ecos de las trompas. Hallóse en un sitio encantador, donde los arroyuelos murmuraban, las flores del prado perfumaban el ambiente y los verdes árboles daban fresca sombra; y mientras estaba extasiado en la contemplación de la naturaleza, apareció á su vista una jóven; y tal efecto le produjo, que creyó eran los ojos del corazón los que la miraban, no los del cuerpo. La jóven era una pastora que estaba apacentando su rebaño y mientras tanto hilaba á orillas de un arroyo. Su tez era blanca, sus mejillas recordaban las rosas, sus labio el clavel, sus ojos el azul del cielo y su mirada la luz de las estrellas. El príncipe no se cansaba de mirarla; dirigióse hácia ella, y como el ruido levantase la cabeza y le viera, de tal manera tiñóse de grana su rosto, que el príncipe creyó que aquel día la aurora se había asomado dos veces al horizonte. Debajo de su rubor el príncipe descubrió una sencillez, una dulzura, una sinceridad de que había creído incapaz al bello sexo,