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ciudad. Á medida que oía á la jóven, la llama del amor iba en aumento en el corazón del príncipe, porque se le aparecían las bellezas del alma de la pastora. Con sentimiento despidióse de ella, y al llegar a su palacio mandó reunir su consejo y le dijo: - Mis pueblos quieren que me case, y accediendo á sus deseos, he buscado a la mujer que ha de compartir conmigo el trono. Entre vosotros la he hallado y es hermosa, prudente y honesta. Al elegirla de este país, he hecho lo que mis antepasados muchas veces hicieron. No os diré quien es la preferida hasta el día de la boda. La noticia cundió con tanta rapidez que al poco rato no hubo quien la ignorara, siendo general la alegría y grande la satisfacción del orador que había expuesto al príncipe la conveniencia de casarse, pues atribuía únicamente á su discurso el mérito de la resolución. Cada joven creyó que ella era la elegida y todas se vistieron con coquetería, hablaron con melindre y se peinaron con esmero. Comenzaron los preparativos para los festejos públicos; se levantaron arcos, se construyeron preciosos carros triunfales, se prepararon castillos de fuegos artificiales y se anunciaron funciones gratuitas. Por fin llegó el tan espero día de las bodas, y antes de amanecer ya estaba todo el mundo levantado, en particular las jóvenes casaderas, que esperaban la llega del mensaje que debía pronunciar el nombre de la elegida. El pueblo lanzónse a la calle, donde los soldados mantenían la circulación. Resonaron músicas, clarines y tambores en el palacio, y por último salió el príncipe rodeado de su corte,