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me hubiese casado con el último aldeano, su yugo me sería dulce y en todo le obedeciera. ¡Cuánta no será mi obediencia si hallo en vos mi señor y mi esposo! La corte aplaudió la elección. Las señoras que formaban parte de la comitiva entraron con Grisélida en la cabaña y la pusieron los vestidos que llevan las novias de los reyes; y todas se esmeraron en su obra, admirando mientras tanto el aseo de aquella pobre morada, que se acobijaba á la sombra de un plátano y parecía una mansión llena de encantos. Al aparecer Grisélida, todos aplaudieron u celebraron su belleza realzado por el rico traje; pero el príncipe casi casi hubiera preferido verla con los sencillos vestidos de pastora. Los novios tomaron asiento en un soberbio carro de oro y de marfil y el príncipe mostrase más orgulloso al lado de Grisélida que cuando hacía su entrada triunfal después de haber obtenido una victoria. Seguidos de la corte se pusieron en marcha, y antes de llegar a la ciudad encontraron a todos sus habitantes que se habían esparramado por la llanura esperando con impaciencia el regreso. El carro rodaba con dificultar por entre la inmensa muchedumbre, que en cuanto pasaban los novios se unían a la comitiva que avanzaba en medio de incesantes aclamaciones, tan ruidosas que muchas veces llegaron a espantar a los caballos. Celebrada la boda fueron a palacio y comenzaron las fiestas, tan magníficas que de otras iguales no había memoria. Grisélida rodeada de sus damas, hablaba sin orgullo, pero como si hubiese nacido princesa; y en todo demostró tanta circunspección que no hubo quien no la admirara. Ajusto sus maneras