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que su rostro permaneciese tranquilo, no pudo im- pedir que gruesas lágrimas rodasen por sus mejillas.

—Sois mi marido y señor, le dijo lanzando un suspiro y próxima á desmayarse, y por terribles que sean vuestras palabras, he de demostraros que nada me es tan querido como la obediencia cuando de vuestras Órdenes se trata.

Inmediatamente despues retiróse á sus habitacio- nes, y despojándose de su ricos trajes, con la frente serena y sin murmurar, volvió á vestir el de pastora. Luego dijo al príncipe:

—No puedo alejarme de vuestro lado sin que me perdoneis por no haber sabido satisfacer todos vues- tros deseos. Nada me importa la miseria, pero no puedo acostumbrarme á la idea de vuestro desprecio. Perdonadme y viviré contenta en mi pobre cabaña, sin que jamás disminuyan el respeto y el amor que os profeso.

Tanta sumision y grandeza de alma reveladas de- bajo de un humilde traje, impresionaron con fuerza al príncipe, que sintiendo avivarse la llama de su pasion tan fuerte como en los primeros días, dió un paso para abrazar á Grisélida; pero se contuvo de- seoso de no ceder hasta el último momento, y con- testó con acento duro:

—He dado al olvido lo pasado. No me disgusta vuestro arrepentimiento. Podeis iros.

Fuése Grisélida, apoyada en el brazo de su padre, que tambien había vuelto á tomar sus humildes vesti- dos, derramando ambos en silencio amargas lágrimas.

—Volvamos á nuestra cabaña, le dijo Grisélida, y abandonemos sin pesar la pompa de los palacios. No