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3 24 hay tanta magnificencia en nuestra pobre morada, pero en cambio nos brinda con la tranquilidad y con la paz.

Apenas hubo llegado á la casita donde nació, vol- vió á hilar y á apacentar su rebaño, sentándose á orillas del arroyo donde por primera vez la había visto el príncipe. Con frecuencia levantaba los ojos al cielo para pedirle que colmara de dichas, riguezas y gloria á su esposo. El príncipe mandó llamarla y le dijo:

-—Grisélida: quiero que la princesa con quien me caso esté contenta de vos y de mí. Mañana es la boda y os ordeno que me ayudeis para que nada turbe su alegría y sepa cuáles son mis deseos á fin de que pueda complacerme. Dispondreis sus habitaciones, teniendo en cuenta que se trata de una jóven prin- cesaá la que amo tiernamente; y para que os con- venzais de que es digna de mi cariño, quiero que la admireís.

Vió Grisélida á la jóven y parecióle que veia á la aurora, sintiendo su corazon afectos tan dulces como inexplicables. Al ver aquel hermoso rostro recordó los días felices que ya habían pasado, y murmuró:

—Si mi hija no hubiese muerto sería tan bella como ella y tendría su edad.

Este recuerdo de madre despertó en su pecho tal amor por la jóven, que dijo al príncipe con acen- to conmovido:

—Permitidme, señor, os indique que esta encan— tadora princesa que va á ser vuestra esposa, educada en medio de todos tos regalos, no podrá vivir á vues- tro lado como yo he vivido, sín que la muerte ponga