Cuentos grises 59
Antes de finalizar la semana volvió la prensa a llenar de zozobra a la capital, anunciando la aparición de un nuevo caso del temible cáncer. Tratábase esta vez del hijo de un millonario, el señor L., ante el cual se vieron obligados los médicos a confesar su impotencia, aconsejando al afligido padre que recurriese al tendero su vecino. ¡Cómo se regocijó L... al saber que tenía tan cerca el remedio! Estaba dispuesto a dar toda su fortuna, su vida si era preciso, para rescatar la de aquel hijo idolatrado.
En la salita sencillamente amueblada, el viejo marinero, de codos en su mesita y con los puños en sus mejillas, está absorto en profunda meditación, mientras la luz de la lámpara hace brillar como hilos de plata las canas de sus sienes. Al través de la cortina de percal que separa la sala de la alcoba se oye la pausada respiración de Enrique, que duerme el sueño de los ángeles. ¡Pobrecillo! ¡Qué triste está desde que no ve a su amiguito en el Parque!
Dieron las diez y ya iba Chano a recogerse, cuando llamaron a la puerta. Antes de abrir, su corazón había reconocido al importuno. Era él, el enemigo, el infame seductor. Sin decir su nombre ni dar excusas por lo intempestivo de su visita, L... loco de dolor, expuso su pretensión en frases incoherentes. «Salve usted a mi hijo, repetía sin cesar: véndame ese silbato de