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La de los ojos color de uva — 51

suponía en Avilés; hubiese preferido no verlas más..., mal augurio para la sociedad del balneario si recordasen quizás el fleco pelado de la manta. ¡Bah, y tanto! ¡Psicólogo! ... Aunque en otras esferas, allá en sus años de estudio de Sevilla, había tenido novias de sobra..., pudiendo ya saber ahora que todos los espíritus de mujer son iguales en el fondo, hidalgas o plebeyas; por una pequeñez de ridículo puede hundirse todo un alcázar de ilusiones, y aun la posibilidad del alcázar... Este fué su rencor, su miedo a Ladi, a Nita, enorme, por si se fijaron en la manta y en la vieja petaca guinda que ya reposaba en el mar. Tal miedo, y sus desconfianzas de «hombre sociable» — puesto que sus novias sevillanas hiciéronle hasta sus dramas de honor en la soledad de la noche y por las rejas —, le impulsaron, en los primeros días, con una suerte de respeto invencible también a las damas altaneras, a distanciarse sistemáticamente del grupo que las tenía como emperatrices proclamadas. No habló con nadie; paseó solo; creyó incluso notar que se le miraba con burla..., y maldecía la manta. Renegaba al propio tiempo de la fina lengua de puñal de Nita, sospechando que la «graciosa fea», cuando él cruzaba a la vista de la terraza, les sirviese a todos chistes de la carne de él hecha tiras... Y por ello, rabioso, sin sentir la menor admiración hacia la sosa Lorenza preciosa ni hacia la rubia de Cuenca, en la primera crónica