— ¿A las ocho? ¡Qué irrisión!... Creía que eran las once.
— Te quedarás sin la jira.
— ¿La jira?... ¡Ah, es verdad! lo dijimos anoche... a San Juan de Luz.
— Sin Luz... de Nieva. ¡Qué más quisieras!
Ladi, de un codazo, se medio descubrió de las ropas; pero se quedó quieta en perezosa insigne, al aire sus blancos y duros senos virginales de jovencilla espléndida. Creía la gente que tenía veinte años y no era cierto. Diez y ocho nada más. Púsose a silbar Los maestros cantores, mirando al techo.
Y Nita, que había cogido el Phocas y encendido un cigarrillo, se fué a leer hacia el balcón, en una sillita dorada.
Últimamente se incorporó Ladi lentamente, dejó caer las desnudas piernas fuera de la cama, y empezó a calzarse, lo primero. Seguía silbando, pero ahora la machicha.
De pronto, ya ceñidas las dos medias, se acordó, y dijo rebatiéndose una:
— Mira, Nita, so borrica, lo que me hiciste ayer tarde.
Fué jugando, después de la gimnasia. Nita miraba; mas no se encontraba Ladi el cardenal en la rodilla. Se levantó un poco la camisa y lo encontró. Azul y enorme, a medio muslo.
— ¡Bah, hija, eres de manteca... con esa