blancura de nieve! ¡Y qué muslazos!... ¡Te digo que vas a tener que ver a los cuarenta!
— ¡De aquí allá!
— Y el caso es que tienes los brazos delgados.
— Lianas del amor, como dice un novelista.
No la escuchaba Nita. Ella se daba saliva en el cardenal con el dedo. Y al oír que su prima guturaba un «buenos días» afectuoso, a través de los cristales, preguntó:
— ¿Quién te saluda?
— Ricardo. Tu novio... ¡Oh, si tuviese la visión curva, que cuadro el tuyo, ¿verdad?
— ¡Para volverle tarumba!
— ¡Quién sabe lo que pensaría que estás haciendo! ¿Te lo subo?
— ¡Gracias, para ti! — desdeñó la joven levantándose a coger el corsé en la marquesita.
— Sí, bueno, sí... Mucho con que si le tienes o no «para que hable en los periódicos»... «para que sepan en San Sebastián que existimos», como dices; pero el caso es que os metéis por los rincones como si fuese novio de verdad y que... ¡mira, ven a ver! los vidrios que va poniendo tu padre en la tapia.
— Los he visto. ¡Cosa más inútil! ¡Te lo juro!
— ¡Ya!... pero es que el campo, la poesía, el idilio de estas soledades... el aburrimiento de las noches, sobre todo... Siquiera en Madrid y en San Sebastián se divierte una en otras cosas... ¡Y que haya quien crea que la vida de ciudad atenta