Sonrió tapándose más con las manos. Tenía desnudos los pies.
— Bueno, ¿y qué? — insistió desabrido Ricardo.
— Que tuve que levantarme al oír que llamaban... y era esta carta y esperan.
— ¿Ah, sí?... Pues di que esta bien... ¡Bueno, no! ¡Aguárdate!
Tirándose del lechó, fué a su mesa y escribió:
«Mi respetable general: Recibo su invitación y la acepto agradecido. Como supongo que la salida será en el primer tren de Avilés, a las siete y media me reuniré en el tranvía con ustedes. Le saluda y le besa las manos su seguro servidor, Ricardo S. Olmedilla.»
Cerró la carta y se la entregó a la rubia camarera — que se fué humillada.
El se quedó agradeciendo con todo el corazón la deferencia de Ladi. Miró el reloj. Eran las diez. Tenía que madrugar y se desnudó para acostarse.
Ya en la cama recordó el semidesnudo y el sonreír de la provocante camarera. Tal vez él debió aceptar... Pero ¡no! Apagó la vela de un soplo. Los ojos de esmeralda perla lucieron en la sombra. Le llenaban. No le dejaban ambición de nada más. Adoraba a Ladi. Le adoraban a él todas, por ella... Lorenza, la pobre rubilla de Cuenca, la pequeña del general ahora también... y hasta €sta camarera roja que rodaría por todas las camas de los huéspedes... ¡No, no merecía su Ladi