coronel y toda la oficialidad. Cambiados los saludos, vieron con sorpresa que todavía una jardinera, arrastrada por una linda locomotora pequeñita, les hacía cruzar un puente de hierro y los metía en la fábrica. Instalada ésta en un valle angostísimo, a la izquierda del río turbio y veloz, la recorrieron a lo largo ya por dentro. Grandiosa. Una alta verja la cerraba por un lado en toda su extensión. Por el otro, las montañas. Ruidos de hierros, de martinetes, de saltos de agua y de volantes colosales que se veían girar en los talleres negros. Los hornos resplandecían, y los bloques de acero hechos ascuas saltaban en los yunques de las forjas. Creían las jóvenes que se iban a aburrir en una fábrica de cañones, y comentaban, sorprendidas, su grandeza y su belleza. Había pabellones como chalets para los artilleros, casi un pueblo; y había un paseo abarandado y lleno de acacias y faroles, digno de una capital; como había, asimismo, en medio de un gran jardín, un palacio suntuoso, donde el coronel habitaba.
Últimamente se detuvieron y bajaron en el edificio de la Biblioteca y Oficinas, frente a la cancela de la entrada del centro, que descubría otro puente de piedra. En el salón principal, alhajado con riqueza y atestado de armarios de libros, firmó el general Martí en el álbum que tenía firmas de reyes — y tras él todos los excursionistas —. Ricardo habría querido firmar inmediatamente al