más fuerte que el del propio sol pálido de Asturias. Luego vieron los zunchos de acero en las forjas, destinados a reforzar el gran tubo aquel de la colada, y, en fin, pasando a los departamentos de barrenas y montajes, les mostraron cómo se calibraban y construían finamente, como piezas de reloj, los cierres y cureñas de estas armas formidables.
La jardinera y la máquina volvieron a recoger a todos, transportándolos a un kilómetro más lejos, siempre dentro de la fábrica, al Parque del Probadero. Se disparó un obús de quince. El proyectil perforó una doble placa de blindaje de 45 centímetros. Las jóvenes subían y bajaban a ver el obús por la escalinata de la cureña, que parecía la de un buque. Al bajar se les quedaban las faldas en lo alto, y lucían por detrás el pantalón, con gran agrado visual de los apuestos y malignos capitanes.
Ricardo, monopolizado mientras por el general y el coronel, examinaba los proyectiles de afilada punta y las tuercas de pólvora sin humo.
Un poco de tanto científico trascendentalismo le había arrebatado la imaginación bien por encima de las coqueterías de las muchachas. Tomaba notas. Pensaba, al mismo tiempo, que si a los cartagineses de la pica y de la lanza les hubiesen dicho que llegaría una época en que se montarían alcázares para hacer armas de muerte cuyos disparos costase cada uno más que todas sus