Se quedó aturdido. De gloria, de pesares. Estos, por no habérsele ocurrido venir antes, a media tarde, a ver si tenía carta: ya el paseo en la Castellana, cuando menos, estaba fracasado. Bajó a cenar. Consultó el bolsillo y vaciló sobre si ir por una butaca al periódico. Sería inútil a tales horas y tratándose justamente de la inauguración de la temporada en la Comedia... Al salir del restorán, deploró su traje ante un espejo. Sin embargo, le prestaba aliento el valor de la que tanto le adoraba.
Muchos coches a la puerta del teatro. Tuvo que pagarle trece pesetas por una butaca a un revendedor. Entró. En el foyer, entre los hombres de frac, entre las señoras que cruzaban con abrigos y escotes y joyas regias, volvió otro espejo a darle a Ricardo la desolación de su traje lamentable. Estuvo por ponerse el gabán otra vez, con el fin de disimular las rodilleras, las coderas.
Y le consoló una cosa que había juzgado antes adversa. Su butaca era de última fila, justamente allá sumida en la confusión y en la penumbra de debajo de los palcos. Se fué a ella..., sin ánimo para esperar la llegada de Ladi en aquella ostentación luminosa, vergonzosa para él, del foyer, de espejos y de alfombras. Sentado, oculto podría decirse, aguardó... y le pidió a un acomodador gemelos, con los cuales revisaba la espléndida sala atentamente. Bien empezada la función, se removieron las cortinas del único palco