entresuelo vacío, el cuarto de la derecha, y entró la familia de Ladi... y Ladi, su Ladi de ojos verdes... ¡y León!
Maldecía Ricardo de los gemelos alquilados, cuyas sucias lentes no le daban más cerca y más limpia la adorada imagen. Ladi, recorriendo con los suyos el teatro, no hacía caso alguno de León ni de la escena. Pero no acababa de verle a él, a Ricardo, tampoco, que no sabía si sentirlo o deplorarlo, todo admirado de esta transformación de elegancia y lujo en la sencilla veraneante de Salinas... Vestía ella de sedas blancas, de encajes, y tenía una flecha de brillantes en el pelo y una gargantilla chien de perlas en su leve escote de soltera. Sus gemelos eran de oro y nácar. ¡Una muñeca! ¡Una flor! ¡Una princesa de cuento encantado!
¿Le descubría, por fin?... Una, dos veces pareció Ladi lorgner fijamente hacia estas perdidas penumbras... Luego, en el primer entreacto, Ricardo resolvió heroico acusarla su presencia; se acercó por el pasillo de butacas y quedó como perdido en la confusión de fracs, de pecheras blancas, de bigotes elegantemente recortados y de cabezas aplanchadas y lustrosas. Mas no tuvo tampoco la seguridad de que le viese Ladi, así, hundido él, con su insignificancia y su pequeña estatura, entre hombres y cabezas. En el segundo acto, ella y Nita continuaron revisando la sala y repartiendo sonrisas y saludos. En el