segundo entreacto, Ladi se retiró detrás de las colgaduras rojas... Decididamente, creería que él no estaba en el teatro.
Aprovechó Ricardo su proximidad a la puerta para salir de los primeros, al terminarse la función. En la calle se apostó prudentemente oblicuo detrás de guardias y lacayos, y vigiló el desfile. Gentes a pie, en dos cordones, por la acera. Coches que se iban acercando y recogiendo a sus dueños. Apareció Ladi últimamente con su familia, ya sin León; hizo señas un cochero y se acercó un suntuoso landó cerrado, con dos magníficos caballos; fué subiendo la familia, luego partió al trote el carruaje.
Ricardo sufría tal angustia de «diferencia de clases» que casi decíale su dolido corazón que no fuese a la ventana..., que no viese más a una divina mujer con capa turquesa que escapaba del teatro, como de una fiesta de hadas, en semejante landó... ¡Oh, no, él no se había hecho cargo hasta ahora de lo que eran un landó de éstos y una mujer de éstas!... ¡El, el ceniciento de un ensueño, a quien teníale aquí despierto, por fin, «la realidad» entre lacayos y guardias!
Pero luego..., como un bruto, como un loco, escapó en la dirección que se había perdido el carruaje y tomó el primero que halló libre de alquiler:
— Lagasca, 59...; ¡pero pare usted hacia el 55!