A los quince minutos bajaba y despedía el coche en la ancha y abandonada calle del barrio de Salamanca. La soledad y la semioscuridad le restituyeron a sí mismo. Aquí podría quizá volver a ser el poeta y el amado..., el dominador a solas con su Ladi... Buscó el hotel. Le desorientó no encontrar jardines. ¿Es que había hoteles sin jardines?... ¡Cuan todo lo ignoraba de esta vida aristocrática!...
No pasaba un alma. Aguardaba en una esquina — la que hacía el 59 triplicado —. Era una elegante casa..., ¿un hotel?..., de dos pisos, de seis u ocho huecos a una calle y cuatro o cinco a la otra. La espera, que le irritaba al prolongarse, y precisamente el no haber encontrado como morada de su novia algún palacio inexpugnable allá entre verjas y entre frondas, borraba un poco aquella afrentosa diferencia de clases que le atormentó en la Comedia. En la soledad, con Ladi, él volvería a ser «el gran duque del talento» que