toda distancia social, frente a frente nada más con la mujer, con la apasionada valerosa que parecía retarle, propuso, bravo, veloz, convencidísimo de que la sobrepasaría así con la arrogancia:
— Mira, Ladi, si quieres, ¡yo te robo! ¡Yo te llevo conmigo cuando quieras, cuando quieras!
Ladi se sorprendió:
— ¿Que me robas?... ¿Cómo que me robas?... ¿Para qué?...
— ¡Toma..., pues..., para casarnos! ¡Por encima de tus padres!
Hubo un cambio. Erguida, Ladi separó del novio la faz, y repuso, al cabo de un segundo:
— No, eso no, ¡qué tontería! No sabes tú bien lo que son de tercos. Nos abandonarían. Se nos negarían para todo. Y tú no tienes dinero. ¡No, eso no, Ricardo!
Ricardo tragó saliva. La diferencia de clase le salía al encuentro aun en sus imperios de la soledad y del amor. Era cierto. Con su paguilla, maldito si habrían de tener sino para sepultarse — destrozando todo su idilio — en un afrentoso pupilaje de diez reales.
— Entonces..., ¿de qué eres capaz? — preguntó mal resignado, exasperado, dominador hasta en la derrota —. Por ejemplo..., de darme una prueba verdad de tu cariño..., una prueba absoluta, de esas que únicamente dais las mujeres cuando estáis resueltas a todo... ¿Comprendes?...
Y puesto que ella, muy atenta, pero muy