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120 — Felipe Trigo

Sentíase la heroína de la fiesta, flechada por aquellos anteojos, que si eran guiados hacia ella por la curiosidad a cada hermosura del drama, conteníalos luego más de un rato en arrobos de contemplación su propia soberana hermosura.

De pronto se produjo un murmullo profundo de pasiones removidas. La dama, con su lujo de reina desde lo alto de su gran celebridad artística, acababa de llamar «¡estúpidas!» a las mojigatas burguesas que pretendieron burlarse de su libertad. Era la mujer del porvenir, triunfante. Estalló un aplauso, el primero de la noche, enérgico y nervioso; pero lo cortó un siseo lleno de imperio.

Marcó esto un paréntesis de la atención..., y otra vez muchos gemelos se volvieron hacia Ladi.

Con más descaro que ninguno el del joven duque de Aragón, el gallardo teniente coronel de la Princesa, recién vuelto de Viena, donde estuvo de atache de la Embajada. Se hallaba enfrente, en otro palco, de pie tras unos señores calvos, y guapísimo con su blanco dolmán lleno de oros.

Ladi cogió los gemelos, miró a cualquier parte, al duque luego, que la tenía clavada con los suyos, y... le oyó decir a Nita, siempre burlona y atendiendo a todo:

— ¡Te conquista el húsar!... Ten cuidado, mujer... ya casi eres la señora de Calcedonia..., ¡pero es pronto!