Seguía la representación. Ladi, ávida por recoger el triunfo en el silencio de la sala, no atendía. Animaba de rato en rato con un rápido mirar de su anteojo al del joven duque, que con su tradición de riqueza fabulosa y de ranciedad aristocrática, si no bastase la suprema distinción de su figura, la estaba acabando de consagrar en la envidia de tantas envidiosas. Recordaba al mismo tiempo, excitada por la chirigota de su prima, la rabia aquella del riguroso encierro en que la tuvo su padre por la cartita de Ricardo... Sí, ¿qué había querido decir la escena familiar de esta tarde?... Breve, bien breve. Su padre se le presentó de improviso en las habitaciones que le habían convertido en cárcel allá al fondo del hotel: — «Bien, chiquita..., puesto que no hay quien te dome, puesto que tanto quieres a Ricardo..., prepárate: esta noche iremos al estreno. Desde ahora estás en libertad»— y le volvió la espalda, sin añadirle una palabra.
En cambio, el pobre León, no estaba en el teatro, cosa muy significativa de las decisiones de su padre.
¡Ah! ¡Y cómo el estreno, este formidable éxito tan predicho por la Prensa y que cada vez se adivinaba más en la atención casi angustiosa del público, le explicaba a Ladi la inesperada simpatía de su papá hacia el futuro autor ilustre, que al propio tiempo saldría de su precaria situación!... Ella le vió a su padre, en otro segundo aplauso,