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La de los ojos color de uva — 123

imperativo y tremendo de — «¡El autor! ¡El autor! ¡Que salga!...»

Volvieron a brillar sobre el telón las luces del proscenio y empezó aquél a subir con lentitud. La escena apareció desierta, deslumbradora. Ladi se ahogaba, suspendida en el profundísimo silencio de la impaciencia del público por conocer a su Ricardo. No le había vuelto a ver desde aquella noche..., desde aquella noche en que él apareció tan feliz y que ella encontró, en verdad, un poco simple... como tal revelación de cosas tan enormemente ponderadas... Pero le perdonaba la desilusión, ahora, completamente; ahora que iba a verle en la apoteosis de la electrizada multitud, en la claridad de gloria de las movibles luces de los bastidores, ofreciéndole la ovación con enamorada sonrisa! ¡Cuánto le querría!

La dama, aquella actriz elegantísima y espléndida, hermosa como una reina, y un actor buen mozo a quien el flamante frac le daba más aparatoso aspecto, tiraban del autor, que se resistía a salir y que al fin asomó por el foro entre ambos... pequeño, vistiendo una lamentable levitilla, pálido, con el asombro en los ojos y el pelo y el bigote como erizados. Junto a las graciosas reverencias de sus acompañantes, las del pobre autor, cogido por las dos manos, resultaban verdaderamente ridículas.

Ladi oyó decir en el palco izquierda:

— ¡Qué feo!