cristal verde y hechos de dientes de nácar. Pero ¡qué bonita!... Cuidado que lo era de verdad su hermana Petra, y, o ésta le ganaba, o es que le chocaba a Rodrigo la animación de feria de sus colores... La cítara tenía incrustaciones de marfil y níquel y las cuerdas de plata. El arpa era dorada y roja.
Cruzadas las piernas, el codo en el respaldo y en la mano reclinada la cabeza, prosiguió Elia su presentación. Su madre era inglesa, pero ella vino de Londres a los tres años. Llevaba nueve en España. Estaba ahora con otras de la compañía: la tenía Grossi (un clown italiano) y la equilibrisa Andrée, que conoció a su madre, muerta por un caballo en Lisboa. No había tenido padre nunca. Andrée la quería bien; Grossi la pegaba cuando la caía Káiser. Del clown eran aquellos perros y los cuidaba; valía cada uno seis mil francos. Se trabajaba en el circo de más: por las tardes ensayo, y de noche concluían las funciones muy tarde...
— Y tú, ¿eres español?
Esta vez serió Rodrigo. Le hizo gracia la pregunta; como si a la edad de ellos se pudiera ser español, ni inglés, ni nada. Y contestó modestamente:
— He nacido en esta casa. Pero, anda, luego tocas. Vuelve a hacer eso: ¿cómo se llama?
— Juegos icarios. ¿Nunca lo has visto?
— Nunca he ido al circo ni al teatro. Hace ocho