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174 — Felipe Trigo

las bofetadas de los clowns, vestidos de púrpura y con grandes soles a la espalda; pero el estruendo de las carcajadas del gran público, rodando de las gradas como descargas de fusilería, le hacía volverse atrás, muy serio. Después descubría en la penumbra del techo trapecios colgados y extraños aparatos sujetos por cables de alambre, que cruzaban el espacio en todas direcciones, y, siguiendo el desorden de su atención, desde los antepechos calados de la galería alta y desde los arabescos y purpurinas de las cenefas, caían sus ojos en el telón del escenario, allá enfrente, donde un pálido celaje, visto entre pintados cortinones de raso y terciopelo, prestaba su frescura a un grupo indolente de diosas. Una parecía más rubia, en primer término, deperezándose con los brazos en alto y erguida la espalda sobre la hermosa cadera de perfil; precisamente, por dos veces, desde aquella mórbida desnudez pasó la mirada de Rodrigo a los labios de Josefina, yendo, al fin, como en fuga, a los juegos y extravagancias de los payasos.