de su hermano, y, hermanos ellos también, se estrecharon instintivamente la mano sobre la falda de Petra, permaneciendo así en alianza de amor y mostrando siempre, con la mirada arriba, la pureza de ángeles en el blanco azulino de sus ojos. Vieron, al fin, a los voladores suspendidos uno del otro, inmóviles, para lanzar otro grito siniestro y precipitarse, en una vigorosa contracción, cada cual por un lado, al vacío, cabeza abajo, dando volteretas en la caída hasta la red, que se hundió al recibirlos, rebotándolos y haciéndoles rodar como pobres pajarillos enredados en las mallas... La ovación fué delirante. Se les hizo salir a la pista muchas veces.
— ¿Ves, mamá? — dijo piadosamente Rodrigo —. ¡Los harán empezar de nuevo y pueden matarse!
Doña Luz había seguido el trabajo con lágrimas en los ojos, pensando que quizá también estuvo mirando a las pobres criaturas su madre, ahogada por el dolor.
Sin embargo, no significaban los aplausos más que la ternura del público, y los Leotard desaparecieron.
Venía el descanso. Un mozo lo anunciaba, enseñando desde la pista la tablilla.