No llevaba prisa.
— ¿De modo que tú eres amiguito de esa joven, y la sonríes y te sonríe?
— Sí — respondió breve Rodrigo.
— ¿Que vive en la fonda de al lado de tu casa? ¿Y os veis en la azotea?
— Sí.
— ¿Todos los días?
— Todas las tardes. Por las siestas.
El la examinaba perplejo.
Acortó ella el paso más aún, pero marchó en silencio.
Luego dijo sin mirarle, muy despacio y observándose las puntas de los pies al andar:
— Tú, Rodrigo, debías decirle a tu criada, a esa Gloria, que no estabas sentado en mí ni yo te besaba antes..., sino que te me habías acercado para ver esta pulsera mía que tiene una virgen del Pilar...
— Y... ¿para qué? — interrogó con miedo el muchacho.
— Para que sí — continuó ella más lenta y cortada —. Ya te lo diría si tú quisieses ir, como antes, a mi casa, a comer alguna vez. ¡Ya no vas nunca!
Puesto que él no replicaba, ella prosiguió:
— Te lo diría... Es decir, te reñiría, Rodrigo... porque tú eres ya un hombre... ¡un hombre!... no un niño... y me has besado antes de un modo singular...