joven juez se alzó el cuello del gabán porque hacía frío, y era hombre él que se cuidaba.
Luego, ya satisfechos los dos amigos de haberle establecido bien la reputación de Emeria al forastero, no vieron el menor inconveniente en proseguir celebrando las frases y las gracias de la rubia ingeniosísima. Montaba a caballo, y una tarde se cayó en su dehesa, luciéndole el pantalón a los pastores: ella lo contaba, luego, celebrando con risas el lance y la ruborosa torpeza de los pobres hombres cuando quisieron levantarla... Otro día, en una excursión campestre «borrical», ella llevaba una burra, y el simple de Bonifacio Tul, un garañón que iba alborotado. «Arre, burra!», trataba Emeria, adelantando a los demás, de alcanzar siempre a Bonifacio, por amolarle..., y había que oírla referir con qué gedeónica sandez pedíala Bonifacio que no dijese burra, al menos... «que no dijese burra... a fin de no recordársela al jumento!»
Además, en lo que ambos podrían contar, como tales novios, de la reja, fuera no acabarse: siempre tenía una burla oportuna, de audacia en apariencia, de discreta eficacísima defensa en realidad, para cortarles a todos en su misma iniciación cualquier atrevimiento... Al que pretendía besarla, le sacaba una muñeca: «Anda, besa ahí... ¿qué más da? Te advierto que yo la quiero más que a ti y que la doy mil besos cada día.» Les encajaba, quieras que no, la muñeca, y les