la escena, hacía perdurar ante sus ojos el cuadro demoniesco... ¡Pobre Margot!
Pesábale haber tenido que contemplar aquella casa del cortijo, aquella muerta, aquel destrozo de muebles, aquella alcoba, sobre todo, que era el santuario profanado de su amor y su esperanza... Y pesábale porque esto le prestaba una implacable viveza mayor a sus dolores. Quisiera no verla, y, despierto y dormido, veía la escena horrible como en un cinematógrafo infernal.
Margot, acaso apenas trasvelada al dulzor y entre las luces rosa de la larga carta que hubo escrito para él, y que él mismo halló al día siguiente en la mesita. Todo silencio en la noche. Todo amorosa calma en la casa. De pronto, golpes; el guarda que, llamando abajo, la despierta. Luego, rumores sordos, algún ronco rugir que no supiese ella si era del viento, y luego, nada... Pero Margot, inquieta, vigila atenta en su cama, y no ha vuelto a dormir... Oye pasos, que bien pudieran ser de un gato, o papeles que arrastran no se sabe qué por las tinieblas, y algún tropezón de alguien contra un mueble cerca, en el oscuro corredor, la incorpora a las almohadas... Mira la puerta a la vaga luz del crucifijo, y un escalofrío debe correr por su nuca..., porque la puerta se mueve, porque la puerta es empujada por invisible mano... Después, ¡ah!, un espasmo de horror en los ojos y en la sangre: los dedos grandes y negros de la mano han cogido el borde de la puerta, y entre ambas