ya al pie de la salita en donde Margot y su madre esperaban, detuvo al famoso especialista y le previno, por si acaso, curando él propio su reputación en salud.
— Compañero, tengo para mí que la pobre niña ésta quedó encinta..., ¡de seguro! Tan horrible lo encuentro, que no he querido reconocerla ni indicárselo a los padres.
Entraron.
Quince minutos después, al padre, en el despacho, dejábanle firme el diagnóstico: «Estado de gestación».
Le consternó la noticia. Le anonadó. Le sorprendió — más aún que al médico al sospecharla rato antes — como una cosa real..., bien real, puesto que ambos la afirmaban en nombre de la ciencia...; pero absolutamente incomprensible... No movió ni un músculo de su faz, hombre que sabía guardarse dentro sus íntimas batallas. Le dió al ilustre neurópata mil duros, le dejó irse a una fonda y en cuanto estuvo solo abrumóse en el sillón y lloró...; lloró como lloran los hombres las catástrofes inmensas..., las desdichas insondables.
Su esposa le encontró llorando. Venía a saber el juicio del doctor..., y él se lo dijo en crudo, en un solo sollozo de llama viva de dolores, que le evaporó las lágrimas. Quedaba en sofocación de insensatez, y fué la infeliz doña María quien se llevó suavemente el pañuelo a los ojos para continuar un llanto de silencio.