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266 — Felipe Trigo

— ¡Sí! — dijo después —. ¡Me lo figuraba! ¡Nos lo figuramos..., también ella! No había querido decirte mis temores por ahorrarte tanta pena horrible..., inútil si no hubiese sido al fin verdad!

Mirábanse como en el fondo de un abismo de desgracia y de ignominia, y, sin hablar, transmitíanse su seco horror mutuamente. Era, en el lujo del despacho, la impresión de aislados, de contaminados, de condenados para siempre por una lúgubre fatalidad... Era... ¡su hija... madre de engendro de una bestia del infierno! Eran... ¡ellos dos... abuelos de un hijo de ladrón, de asesino..., de un hijo de la horca!... ¡Era el pus de toda la infamia y la vileza mezclándose a la sangre de honor y del limpio orgullo para dar una flor híbrida, fatídica, maldita!

— ¡Déjame, Mary, te lo ruego! — pidió últimamente el marido —. ¡Yo tengo que pensar!

Partió ella como una sombra, y él detrás cerró con cerrojillos y llaves las cinco puertas de la biblioteca y el despacho, donde quería entregarse a una meditación que no turbara, a ser posible, ni su recuerdo del mundo.

A las cinco de la tarde volvió a abrir e hizo llamar al viejo médico, en cuya amistad y rectitud confiaba.

Su plan era un plan de dudas solamente.

El doctor Pardo llegó alarmado por la urgencia, y el grave prócer, cerrando por dentro otra