Fueron por el faetón y salieron. El infeliz celoso llegó al fondo de la cuestión en seguida. Primero, ruegos; después, sombras de amenaza con el fin de que se le dejase a Emeria en paz y que el bello juez supo contener más que bravamente. Por último, replegado Jaime, en vista de esto, a su humildad, le declaró al amigo que Emeria estaba, por los secretos de marras, comprometida a casarse con él: «sus favores habían llegado hasta dejarle entrarla una mano en los pechos...»
— ¡Áaah! — recibió Athenógenes pasmado, en verdadera alarma. Pero ambos por la noche separáronse sin que hubiese logrado el infeliz más que esa exclamación. Al día siguiente el juez tenía resueltas de un modo favorable para Emeria sus nuevas dudas, porque por más que Jaime no mintiese y aunque residiera en el alma más que en el cuerpo mismo de una mujer su pureza, bastaba el hecho de haber esta Emeria sabido mantenerse entre los peligros de su ventana y sus novios sin ceder a cosas graves, a cosas de las verdaderamente irreparables, para acreditarse de pura, para seguir manteniendo incólume su honor. Si el que trató de calumniarla o de venderla le dijo al rival sus secretos por presentársela indigna, no se fijó el pobrecillo en que así mejor la defendía y la ponderaba.
¿Qué mejor prueba de ello que quererla él para casarse? ¿Se iba a casar con una indecorosa? ¿No se casarían con ella a escape Teodoro, y