hasta Marcial, enamorado y todo de Margot, y que antes que aceptar a esta desdichada dejaría que le matasen? ¿No era ella, Emeria, en fin, la que dejaba a los novios?
Cogió un papel, lo perfumó y le escribió una declaración sentidísima — ya que la escarmentada lista, por si acaso, ni se dejaba ver por él en los paseos y en las tertulias.
El alguacil que llevó la carta, trajo al cuarto de hora una respuesta tan breve como terrible, como cruel: Emeria le despreciaba en cuatro líneas; pero ¡con esa ferocidad de la alegría de una venganza que no admite discusiones!
Y Athenógenes, con la misiva ante los ojos, y cual si oyese ya en el pueblo la general carcajada — ¡oh, si conocía algo a las mujeres! — comprendió que también él, meses antes con Emeria, incurrió en lo irreparable.
En su fría desolación quedaban dudas, confusiones solamente.
Emeria, ¿era perversa?
¿Era honrada?
¿Podía a un tiempo una mujer ser honrada y perversa?
¿Era tan noble, tan buena como Margot?
¿Podía ser menos buena como Margot y más digna que Margot?
¿Podía ser un ángel Margot y al propio tiempo indigna?