— ¿Que no? — insistió el cabrero con su extremeña terquedad.
Y como su novia continuaba en silencio, echóse el garrote al hombro, se acercó a ella, hizo una cruz, y después de decir: "Por ésta, que me llevan a presillo", se las tocó a paso largo, dejándola atónita e inmóvil.
La Reina (mote que Juana había heredado de su madre, a quien se lo dieron por limpia y buena moza) se llenó de pena comprendiendo que Chuco cumpliría su promesa al pie de la letra. Tras algunos momentos de duda, se enjugó los ojos y miró al valle, donde se divisaba el umbroso follaje de la ribera; suspiró, y alegre al poco — que para algo habían de servirle sus diez y siete años—, partió ligera como una saeta hacia la Tabla Grande.
¡Bah! ¡Si no conocía al señorito Luis, tampoco iba a pedirle un reino...! Entre corriendo y andando, cruzó el encinado, salvó el puente del arroyo, dejóse atrás la huerta y los pinares, y agazapándose en la pradera para esquivarse del tío Juan, que volvía del lugar con el carro, entró por fin en la alameda, recorriéndola hasta darse de manos a boca, o punto menos, con el pintor, que de pie junto a la silla de tijera, tenía delante un caballete. Juana se paró, y, arrepentida, trató de esconderse. Pero el señorito Luis la había visto ya; era inútil... Entonces, lanzando una imperceptible