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Caperucita trabajó aquel día más contenta. El gorjeo de sus cantos subía hasta anidar en las madreselvas que tapizaban los viejos muros de la casuca. La viuda, embelesada, escuchaba empapando su alma en la dicha del tesoro.

No sabía la madre el secreto que aleteaba dentro del pecho juvenil, como pajarillo travieso que le hiciese cosquillas.

A la mañana siguiente, Caperucita volvió al río, pero llegó a casa sin los peces.

No obstante, continuaba en su garganta el arrullo de la alegría.

El lobo, el terrible lobo, ya había destilado en su vida la venenosa gota verde de la esperanza.

Sin que lo notase la señora, volvió la chica muchas veces al río. Continuaba vacía la tacita de porcelana que había de guardar los pececillos.