y limpias, nos acomodábamos a la vera del amoroso brasero, donde invariablemente, a cualquier hora del día y de la noche, hervía agua dentro de un gran cacharro.
—Cuéntenos un cuento, Anacleto; a eso hemos venido. Estamos locas por oír ese del animita de aquel pobre arriero que mataron hace tres años aquí, detrás de su casucha en la avenida de las palmeras.
–Su merced misia Lucesita, —se dirigía a mi hermana mayor,— con su venia va a ofrecerle este humide huaso el primer mate e leche.
Y haciendo reverencioso saludo de gran cortesía en el campo, con mucho ruido en las espuelas, Anacleto alargaba el mate que temblaba en su mano rugosa tostada por el sol.
—Gracias, Anacleto; cuéntanos ahora el cuento que te pedíamos.
Sentábase el huaso, muy serio, y después de