Pero na; nunca e supo na y eso que se metió la polecía. No dieron con sus rastros.
A ver Matea, —interrumpió el huaso,— tráeles pan a las iñoritas sus mercedes, tú sabís, como les gusta er candial.
Nosotras mirábamos la cara de Anacleto con los ojos espantados, redondos como platillo.
Un pequeño escalofrío nos recorría la espalda, y de vez en cuando, mirábamos la puerta creyendo que alguien nos iba a tirar del pelo, o una mano fría a posarse sobre la nuca.
A pesar del miedo, nos engullíamos el panecito que nos sabía a cielo y con la boca llena, pedíamos a Anacleto continuara el cuento.
—Gueno pu, —decía éste,— ahora viene la parte fea, pero no se asusten mis amitas.
Espués que había pasao un año y se cumplía el daniversario del compaire José, una noche escura como un horno apagao, se le apareció al hijo de ña Ufrasia, lavandera del pueblo.