Sabina y las tres, tomadas de la mano, nos aferrábamos al pañolón de vicuña.
—Vámonos, Sabina —decíamos temblando,— vámonos... pero que nos acompañe Anacleto; son más de las doce y es hora de trajín para las ánimas.
Salíamos silenciosas, apretadas unas contra otras, sin osar mirar hacia atrás, adivinando las luces de las velas que señalaban el sitio de un crimen a lo largo de la avenida de las Palmeras. Caminábamos ligero, tapándonos los oídos para no oír el silbido de las lechuzas y los gritos de los pavos reales que se desvelaban en el parque.
Cuando llegábamos a casa nos deslizábamos despacito bajo las ropas de la cama, cubriéndonos hasta los ojos y transpirando frío de terror, al escuchar el menor ruído.
Muchas veces nos acostamos las tres juntas, y entonces más valientes, osábamos mirar hacia la ventana, donde veíamos balancearse en un vie-