encuentro con los moros arrebató la vida del afable señor, y a su vez la pena de esta ausencia eterna, apagó como un cirio los ojos de la madre.
Por mucho tiempo, los feligreses de aquel lugar, vieron entrar el mancebo al recinto de los fieles, llevando entre sus manos grandes ramos de lirios. Distribuía esas flores religiosamente, sobre la losa donde, olvidados de la vida, dormían sus progenitores. Después de un fervoroso soliloquio, se retiraba el muchacho con paso firme, dejando la custodia de la fosa amada a los lirios, blancos pajes del silencio.
Como herencia sólo le habían quedado, el recuerdo del ánimo tesonero del hidalgo, y la sangre azul que circulaba en sus venas.
Dedicóse el huérfano al trabajo, haciéndose cargo de las fincas de un burgués. No era de su agrado este deslucido oficio. Sus sueños lo remontaban a épocas de guerra, haciendo resaltar en su mente episodios leídos en libros de caballe-