ría, donde se producían sangrientos encuentros y raptos de hermosas doncellas, que terminaban por enamorarse de los arrogantes enemigos.
Entregado enteramente a sus labores de campo, apenas el muchacho tenía tiempo para distraerse. La noche lo tumbaba rendido en el fresco camastro, sin otro deseo que cerrar los ojos, y dormir. Los domingos se allegaba a la fuente para recrearse, mirando las caras rozagantes de las mozas, pero no se atrevía a dirigirles la palabra, porque su carácter era excesivamente tímido.
Guardaba su salario intacto en el fondo de un carcomido arcón, con el paciente propósito de reunir una pequeña fortunita, para emprender un largo viaje. Al cabo de varios años, casi agotado por largas fatigas, se encontró poseedor de algunos maravedíes en oro, y pensó entonces, realizar sus ardientes deseos de rodar tierras. Cuando tuvo todo listo, suspendióse al cuello un