ajena, aquella explosión de amor que venía preparándose, amor legitimo, pero que no por esto molestaba menos al cura.
Se iría á casa. No quería presenciar por más tiempo la alegría de la boda; pero cuando salió de la sacristía, se encontró con la comitiva nupcial que estaba esperándole, pues la siñá Tona se oponía á que se hiciera nada sin la presencia de su Vi santet.
Y por más que se resistió, tuvo que seguir el camino de aquel huerto del que tantos recuerdos guardaba, y entre las faldas rameadas y coloridas como la primavera, los pañuelos de seda brillantes y los reflejos tornasolados de la pana y el terciopelo, causaba un efecto lastimoso el suelto manteo y aquel desmayado sombrero de teja que avanzaba con lentitud, como si en vez de cubrir un cuerpo vigoroso y exuberante de vida, fuesen los de un viejo achacoso.
Una vez en el huerto, ¡qué de tormén tos! ¡qué cariñosas solicitudes que le parecían crueles burlas! La siñá Tona, en su alegría de madre, enseñábale todas las reformas hechas en la alquería con motivo del matrimonio. ¿Se enteraba Visantet? Aquel estudi era el dormitorio de los novios y aquella cama sería la del matrimonio,