un hombre y le plantaba una pedrada al más guapo...
Y en esto sonaban las diez, salían los escribientes con sus badanas repletas de autos camino del juzgado, y el principal al ver al femateret torcía el ceño.
— ¿Pero aun estás ahí? Tú acabarás maceres un vago. A la obligación, chiquillo.
Y el pequeño David, á pesar de aquellas pedradas certeras que le enorgullecían, temblaba ante el gigante con el terror que inspira al infeliz el hombre de justicia, y recogiendo su espuerta, salía cabizbajo, avergonzado, sin atreverse á mirar á Marieta... y hasta el día siguiente.
Algunas veces el recuerdo de la idílica existencia al aire libre perdía su encanto, y era Nelet quien envidiaba en la persona de su hermana todas las comodidades y esplendores de la vida de la ciudad.
¡Qué lujos! Los vestidillos de seda y terciopelo, los sombreros que parecían islas de flores, todos los regalos del papá que Marieta enseñaba con malsana coquetería, aturdían á Nelet, y como para él no había gradaciones sociales, como el mundo estaba dividido en gente del campo y señorío, la hija del escribano aparecía á sus ojos igual ó superior á aquellas otras que había visto algunas veces en los carruajes de lujo.