RUBÉN DARÍO
viejecito, de aspecto venerable, de ropas mo-
destas, que lleva en su solapa la cinta de la
Legión de Honor. ¿Qué sabio, qué poeta será?
¿O qué filósofo anciano que venga con un es-
píritu semejante al de su antepasado Descar-
tes a admirar la mano de Dios, y a «conocer
y glorificar al obrero por la inspección de sus
obras?» Otras veces, es un caballero enorme,
que se sienta en los bancos para llenar su
obligación, varón de gordura extraordinaria^
que tiene una cabeza de niño gigantesco.
Los pájaros se le posan sobre el extensísimo
pecho, sobre los hombros de elefante, le re-
vuelan por el magnífico vientre, y en rami-
lletes temblorosos se le prenden de las ma-
nos regordetas, llenas de bizcochos. No pue-
do de dejar de pensar: bueno, como todos los
gordos. Cerca de él una viejecita de luto,,
con un niño, reparte también su ración. A
veces conversa con los pájaros, a veces con
el niño, a ambos les habla con el mismo tono.
Los animales conocen a todos, pero con el
anciano de la Legión de Honor hay mayores
relaciones. Le siguen, cuando les deja, a sal-
titos; se diría que le hablan en su idioma; se
le sientan en el veterano sombrero de copa;
le llaman de lejos. El se vuelve; los sonríe;
parece que se despide hasta el día siguiente.94