glabros y duros; los levantinos, los turcos y los griegos, parecidos a algunos sud-americanos; los chinos, los japoneses y los filipinos, con quienes se confunden por el rostro de Asia; el inglés, que en seguida se define; el negro de Haití o de la Martinica, afrancesado a su manera, y el de los Estados Unidos, largo, empingorotado y simiesco, alegre y elástico, cual si estuviese siempre en un perpetuo paseo de la torta. Y el italiano, y el indio de la India y el de las Américas, y las damas respectivas, y el apache de hongo y el apache de gorro, y el empleado que va a su casa, y la gracia de la parisiense por todas partes, y todo el torrente de Babel, al grito de los camelots, al clamor de las trompas de automóvil, al estrépito de ruedas y cascos, mientras las puertas de los establecimientos de diversión o de comercio echan a la calle sonora sus bocanadas de claridad alegre.
El morne Sena se desliza bajo los históricos puentes, y su agua refleja las luces de oro y de colores de puentes, barcos y chalanas. El panorama es de poesía. En el fondo de la noche calca su H de piedra sombría Notre-Dame. De las ventanas de los altos pisos sale el brillo de las lámparas. En la orilla