izquierda del gran río parisiense, por donde hay aún gentes que sueñan, artistas y estudiantes, el movimiento en la luminosidad de bulevares y calles se acentúa, y autobuses y tranvías lanzan sus sones de alerta. Mimí, modernizada, pasa en busca de, sonríe por, o va del brazo con Rodolfo, el Rodolfo del vigésimo siglo. Ya no se ve entrar a las cervecerías y cafés el béret de antaño, y junto a las mesas se oyen, tanto como el francés, las lenguas extranjeras, sobre todo los varios castellanos de la América nuestra. Un japonés de sombrero de copa flirtea con una muchacha rubia; un negro fino y platudo se lleva a la más linda bailadora de Bullier. Aunque Bullier no sea ya como antes, a él acuden los que gustan de la danza en el país de los escolares. Así, después que ha pasado la comida en la taberna del Panteón para unos, para otros en bouillons o crémeries, propicios a la economía o a la escasez, es a Bullier, donde principalmente se dirigen, como no sea a algún cine o cabaret de cancionistas. Después los cafés se llenan, los discos de fieltro se multiplican en las mesitas; hasta que el vecindario que tranquilo duerme se suele despertar por la madrugada, a los cantos en coro de los noctámbulos.
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Apariencia