RUBÉN DARÍO
agradables y ligeras que placen a las mun-
danas.
— M. Wolfhart, me había dicho el ministro.
Un hombre amenísimo. Conversé largo rato
con el alemán, que se empeñó que habláse-
mos castellano y, por cierto, jamás he encon-
trado un extranjero de su nacionalidad que
lo hablase tan bien. Me refirió algo de sus
viajes por España y la América del Sur. Me
habló de amigos comunes y de sus aficiones
ocultistas. En Buenos Aires había tratado a
un gran poeta y a un mi antiguo compañero,
en una oficina pública, el excelente amigo
Patricio... En Madrid... Al poco rato teníamos
las más cordiales relaciones. En la atmósfera
de elegancia del hotel llamó mi atención la
señora que apareció un poco tarde, y cuyo
a.specto evocaba en mí algo de regio y de
elegante a la vez. Como yo hiciese notar a
mi interlocutor mi admiración y mi entusias-
mo, Wolfhart me dijo por lo bajo, sonriendo
de cierto modo:
«¡Fíjese usted! lUna cabeza histórica! ¡Una
cabeza histórica!» Me fijé bien. Aquella mu-
jer tenía por el perfil, por el peinado, si no
con la exageración de la época, muy seme-
jante a las «coiffures á la Cléopátre», por el
aire, por la manera y, sobre todo, después24