RUBÉN DARÍO
ensueño no existe, y mil años, según observa-
ciones experimentales, pueden pasar en un
segundo. Todo aquello había desaparecido,
y, dándome cuenta del lugar en donde me
encontraba, avancé siempre hacia el lado de
las TuUerías. Avancé y me vi entre el jardín^
y no dejé de pensar rapidísimamente cómo
era que las puertas estaban aun abiertas.
Siempre bajo la bruma pálida de aquellas
nocturnas horas, seguí adelante. Saldré, me
dije, por la primera puerta del lado de la ca-
lle Rivoli, que quizás esté también abierta...
¿Cómo no ha de estar abierta?... ¿Pero era o
no era aquel jardín el de las Tullerías? Arbo-
les, árboles de obscuros ramajes en medio del
invierno... Tropecé al dar un paso con algo
semejante a una piedra, y me llené, en medio
de mi casi inconsciencia, de una sorpresa
pavorosa, cuando escuché un ¡ay! semejante
a una queja, parecido a una palabra entre-
cortada y ahogada; una voz que salía de
aquello que mi pie había herido, y que era,
no una piedra, sino una cabeza. Y alzando
hacia el cielo la mirada vi la faz de la luna
en el lugar en que antes la espada formida-
ble, y allí estaban las cabezas de la estampa
de Lycosthenes. Y aquel jardín, que se ex-
tendía vasto cual una selva, me llenó del en-34