co maíz que el fuego reventó la noche anterior, cuando a los granos trepitantes acompañaron alegres canciones. Las gentes han madrugado, si no han pasado en vela la noche del sábado; han madrugado y están vestidas de fiesta, aguardando la hora de la misa. Así, cuando ha dado la señal el campanario, el desfile comienza: severas autoridades, familias de pro, licenciados de largas levitas flotantes; la cruel Mercedes, la dulce Narcisa, la rara Victoria, los elegantes y el pueblo en su pintoresco atavío nacional. El sol que llega, todo de oro y púrpura dominicales, tornazola los rebozos de seda de esas mujeres morenas. Allá va el bachiller que lee a Voltaire y se confiesa una vez al año, por la cuaresma, o antes si espera haber peligro de muerte: va a la misa. Sobre aquella ciudad, feliz como una aldea, ciérnese todavía un soplo del buen tiempo pasado. Es aún la edad de las virtudes primitivas, de los intactos respetos y de la autoridad incontrastable de los patriarcas. Para ir al templo preceden los cabellos blancos a los grupos de fieles. Y la campana grande alegra a todos; todos los corazones reciben el propio influjo; rige las voluntades un mismo ritmo de impulsión. La campana grande es la lengua de
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Apariencia