RUBÉN DARÍO
la ciudad; ella despierta reminiscencias de
sucesos memorables, orgullos populares y
orgullos patricios. Cuando habla, creeríase
que un espíritu supremo la inspira y que
anuncia, en su idioma de bronce, la piedad
del cielo.
Visión de los altares de llamas y pétalos.
Son del potente órgano de Pamplona; voces
angelicales de los niños; clamores de los so-
chantres; un velo de incienso envuelve y
aroma la ancha nave: ese misterioso y litúr-
gico perfume que tiene figura corporal, en-
carnado en su humo fugitivo, es el ambiente
en que pueden dejarse entrever, bajo las cú-
pulas eclesiásticas, los seres puros del Pa-
raíso. Y el cuerpo mismo, al aspirarlo, mien-
tras el alma se eleva con la plegaria, goza en
una como sagrada sensualidad. Visión del
sacerdote: la simbólica del gesto; el poder
de las evocaciones divinas: la hostia, nieve
sobre la pompa de los oros y la gracia ascen-
dente de los cirios, ¡Suena, suena, haz esta-
llar tu alma por tus tubos, órgano de ÍPam
piona que toca el organista de barba larga.
Y he ahí que un niño meditabundo está
arrodillado delante del sacrificio. Id al Hima-
laya, y entre las más blancas nieves de la
más alta cumbre, buscad el copo que en sí80