la ciudad; ella despierta reminiscencias de sucesos memorables, orgullos populares y orgullos patricios. Cuando habla, creeríase que un espíritu supremo la inspira y que anuncia, en su idioma de bronce, la piedad del cielo.
Visión de los altares de llamas y pétalos. Son del potente órgano de Pamplona; voces angelicales de los niños; clamores de los sochantres; un velo de incienso envuelve y aroma la ancha nave: ese misterioso y litúrgico perfume que tiene figura corporal, encarnado en su humo fugitivo, es el ambiente en que pueden dejarse entrever, bajo las cúpulas eclesiásticas, los seres puros del Paraíso. Y el cuerpo mismo, al aspirarlo, mientras el alma se eleva con la plegaria, goza en una como sagrada sensualidad. Visión del sacerdote: la simbólica del gesto; el poder de las evocaciones divinas: la hostia, nieve sobre la pompa de los oros y la gracia ascendente de los cirios, ¡Suena, suena, haz estallar tu alma por tus tubos, órgano de Pamplona que toca el organista de barba larga.
Y he ahí que un niño meditabundo está arrodillado delante del sacrificio. Id al Himalaya, y entre las más blancas nieves de la más alta cumbre, buscad el copo que en sí