RUBÉN DARÍO
Y aquella palma mística es para él un sím-
bolo. Sus ojos pueriles miran de pronto,
como en un vago éxtasis, una figura, que
cerca del Cristo lleva una palma en la mano.
Es una figura de maravilloso aspecto, seme-
jante a un arcángel, vestida de fortaleza y
de luz; su frente aureolada se destaca sobre
el profundo y sacro azur; su diestra alza en
la mano una imperial palma de oro; su voz
suena con harmonía intensa y dominante,
como la voz de un dios: «¡Yo soy, oh, niño,
-exclama, quien te viene a hechizar y arras-
trar para siempre en el triunfo del Domingo
de Ramosí He aquí la palabra simbólica:
jYo soy la Gloria! Yo vengo a mostrarte el
miraje de las soñadas Babilonias de plata,
los sublimes Eldorados, las Jerusalenes que
han de atraer tu pensamiento y tu ser todo,
pues has nacido predestinado para descono-
cidos padecimientos, por amor de las Visio-
nes y la pasión de las Palmasí»;
Y el niño escucha aquellas palabras, sin-
tiendo en su débil persona como la insufla-
ción de una vida nueva; y su pequeño cora-
zón palpita en un desconocido propósito de
obrar y realizar cosas grandes.
Más tarde, las palmas del domingo guár-
danse en las casas de los creyentes, como po-84