¿A CIUDAD DEL vVI1CI10
quedó, bestializado en los aspectos sepulcrales de la catacumba, reconstruyendo a trozos, escena por es- cena y grito por grito, el lúgubre drama de la vida de hospital que desgreñadas visiones iluminaban en humaredas de horror. Este paso del cura por el co- rredor había sembrado un escalofrío en los catres; parecía menos triste el paralítico, y desde su cama el imposibilitado reía alto, con un carcajeo imbécil que era diabólico, expresando deleites de una ven- ganza siniestra de ver... Desentonada, sin modula- ciones, como saliendo de una laringe sin cuerdas, su voz cascajeaba a trechos por encima del zumbi- «lo general...
—¡Allá va un cura! ¡Allá va un cura! ¡Carne fres- ca para hoy]...
Yala campesina iba por la puerta, diciendo al marido adiós con su mano rugosa muchas veces, y al bajar se detuvo, estuvo aún mirando nostálgica- mente y se fué... El viejo enternecido reía ya tran- quilo, recogiendo de sobre la cama del navajeado los regalitos de la compañera. Iba a repartir su fruta a más del queso con el amiguito de Santa Comba. Naranjas, cuatro; había seis coigantitos de cerezas; y el rico queso sin sal, muy blanco, venía envuelto en una hoja de col. Iba metiéndolo todo en los grandes bolsillos del capotín de hule. El último colgantito de cerezas, era húmedo y rojo aún, húmedo de las ho- jas de parra en que viniera envuelto; y con el brazo levantado, las cerezas contra la luz, el Je Chellas las miraba mucho; eran del cerezo al pie del estanque, no se engañaba. Los ojos reíanle de felicidad miran-
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