LA CIUDAD DEL VICIO
—Es que se lo llevó ella por engaño, —dijo al fin el viejo.
—¿Que se lo llevó, quién?...
—¡La compañera, hombre!... Eso fué que se olvi- dó aquella cabecita de jilguero y se guardó el pie de media... Coge cerezas... ¡Déjalol...
Al caer de la tarde, habíale vuelto bruscamente el acceso de fiebre, trayenrio consigo el delirio. Jadean- te y corta, la respiración venía silbante en la gargan- ta, córnea detan seca. Aumentaba la dificultad +] estar acostado, pareciéndole que una collera de bronce le ahogaba, produciéndole zumbidos en el pabellón auri- cular y dislocándole los objetos con círculos delante de los ojos, en un vals lento, en que los contornos y los colores se apagaban y fundían. A ratos, desper- tando de los letargos profuados en que se amodo- rraba horas y horas, oía al imposibilitado augurando muertes que, ya en las sombras de la iglesia vieja, la risa de las corujas había predicho noches y noches. Con siglos de intervalo sonaban las horas en el reloj dle cuco de la enfermería, ampliando en una tortura i.vida, sin fin, los dolores y los insomnios, y molien- “o los cuerpos por la vida muerta en que los agita- la... A veces, el enfermero de la sala, en traje de marinero, con la barretina caída y la linterna en la cintura, salía a la mampara para gritar: ¡Las diez!... ¡Las dos!... ¡Las seis!... Seguíase el rumor de pisadas soñolientas, voces que transmitían órdenes, puntos rojos de cigarro centelleando en la tiniebla del pasi-
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