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LACIUDAD DEL VICIO

frescos, con jazmines en la solapa, polaina roja so- bre zapatos crudos, debajo de un quitasol japonés, recto y bordado de cigueñas blancas, melocoto- neros y amapolas en flor, dirigían el binóculo al mar encendido er. la reverberación del sol, contra la es- puma que se pulverizaba en las rocas, o recostándose por las arenas pálidas con felina indolencia, envuel- ta en el encaje de las algas y en el diseño glauco y singular de los cangrejos...

Aquí y allá había pequeñas ciudades de casetas; señoras de claro, sombreros de paja, gente en trajes de baño, lanchitas arrullándose en el vaivén de la marea, marineritos de uñas color de rosa; y a trechos en la franja de las rocas, fuertes desguarnecidos, bandadas de cabezas parleras, cuerpos bogando a flor de agua, los que salían del baño dando saltitos y gritos, los que iban de espaldas sobre el arrullo de las ondas...

Y aquella vida de playa lucía al sol alegremente, cochecitos de paja en espera, chalets emboscados en el fondo de las puntas y jardines, la fluctuación de los stores listados sobre las ventanas abiertas, ye- dras trepando por torrecillas de pizarra y mucha- chos con muchachitas jugando al cricket antes del almuerzo, por las alamedas enarenadas de blanco. Y los periódicos que llegaban de Lisboa, los japoneses del Domingo, mezclados con helados de encargo ve- nidos.en la baraunda del mismo vagón, en grandes cestas de mimbres...

En su silla de la isla, aislada de la colonia feme- nina, con maneras de andaluza petulante, la condesa

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